Rafael Jiménez Ruiz

«Fueron tiempos durísimos aunque me fue muy muy bien»

¿Alguna vez han visto alguna película motivacional? De esas que cuentan una historia inspiradora donde el esfuerzo siempre permite subir los muros más altos, donde no hay una situación adversa que no pueda resolverse con sacrificio; pero apuesto a que ninguna es tan bonita como la que les voy a contar. Es la historia de Rafael Jiménez Ruiz, natural de Fernán Núñez (Córdoba) y con casi cincuenta años de dedicación a la industria sobre su espalda. Fíjense si es hermosa, que incluso alguien cercano a Rafael Jiménez se ha emocionado contándomela. A ver qué les parece a ustedes.

«Mi padre fue  aperador de un cortijo entre 1955 y 1966. Entonces el señorito vendió el campo y mi padre su fue al paro. Bueno, en aquella época no había paro, pero ya me entendéis. En Fernán Núñéz había un electricista que llevaba el servicio técnico de un marroquí que tenía máquinas de la marca Talleres del Llobregat. El marroquí tuvo una serie de problemas y se fugó de España. El técnico se quedó solo con las máquinas, te hablo del mismo 1966. Mi padre, que estaba fuera del campo ya, se puso en contacto con el técnico, Diego Ariza. Le ofreció comprar las máquinas. Estuvieron un año llevándolas ellos y después las compraron. Cuando llevaban dos años el socio se cansó y mi padre se vio sólo. Yo tenía catorce años. Y con esa edad me mandaron a Barcelona. Estuve tres meses, de julio a septiembre,  viviendo en una pensión, yendo todos los días a la fabrica de las maquinas de Talleres del Llobregat para aprender a repararlas. Me enseñó un francés que se llamaba Peter. Aprendí a hacer planos de las máquinas, a interpretar los esquemas… volví hecho un experto. Eso sí, antes de venirme me dieron todas las piezas, todos los cables de una máquina y me dijeron: “Móntala”. Y la monté, era una Show Flamenco. Cuando fueron a recogerme mis padres les enseñaron lo que había hecho yo solo, y justo antes de salir del taller la máquina que yo había montado se le deslizo el sujeta tableros, cayó  y se partió por la mitad [risas]. Menos mal que no fue un presagio. Por las tardes trabajaba con mi padre, y por las mañanas estudiaba porque quería ser maestro de escuela. Así estuve hasta quinto de Bachiller, que ya me cansé, y le dije que me quedaba con las máquinas. Cuando cumplí veinte años a padre le diagnosticaron un cáncer y al mes  murió:  fue en Semana Santa en Abril del 74. Me quedé con tres hermanos más, la más pequeña con 9 años. Para colmo, me tuve que ir a la mili tres meses después del fallecimiento, mi hermano Francisco que también estudiaba, tuvo que dejar los estudios y sin apenas conocimientos de las maquinas tuvo que  hacerse cargo de la explotación . Tuve la suerte, aunque yo creo en la Providencia más que en la suerte, de que me tocó un capitán al que le pude contar mi situación. Vino a mi casa, a conocer a mi madre y mis hermanos, y se dio cuenta de que decía la verdad. Me propuso que fuese a recogerlo a las 7:30 a Córdoba para estar a las 8 en el cuartel. Luego, a las 2, lo llevaba de vuelta y así tenía la tarde libre para arreglar lo que Francisco no podía. Me tiré así siete meses. Luego se murió Franco y todo el tema y me licenciaron. Y hasta la fecha». Hasta aquí, es una bella historia -real- en la que el deseo de un hombre por proteger a su familia extensa pesa más que cualquier revés. Pero la actitud de Rafael es quizás lo más sobresaliente, y todavía no la conocen. Así que continúo.

«Todos trabajamos las máquinas, todos estamos juntos. Nos ha ido bien porque seguimos juntos y hemos podido ampliar y comprar olivos. Sí, no ha ido muy, muy bien. Sobre todo porque seguimos todos unidos y espero que siga así». De todo ese esfuerzo, de esa concatenación de percances, lo más importante para Rafael Jiménez es que la familia ha salido adelante y, sobre todo, permanece unida. “Me han tocado unos hermanos muy buenos, los mejores”. Los peores años, además, coincidieron con una época que los más antiguos coinciden en calificar de agotadora. Sobre todo por la inestabilidad de las explotaciones y la tensión constante a la que los empresarios estaban sometidas. En palabras del propio Rafael: «Yo soy de la época del cura Cañones y Cárdenas. El cura no veas… con la sotana metía máquinas donde quería. Una vez me quiso vender una y tan pesado se puso que se la compré; eso sí, la puse en un bar al lado de una suya. Le dije: “¿Ves? No hace gracia cuando se lo hacen a uno”. He sido muy guerrillero, pero protegía lo que es mío. Con veinte años estaba acosado por todos lados. Recuerdo también a Farsella, un italiano que también la liaba. Era un estrés constante». Pero lo prioritario en ese momento era también proteger el sustento de todos los suyos. Y fueron «tiempos durísimos», aunque le «fue muy, muy bien» porque de hecho, lo consiguió.

Con tanto trabajo no ha tenido tiempo que pueda considerarse como libre, pero sí ha podido desarrollar alguna que otra afición, aunque le haya durado poco: «Antes pescaba, pero me clavé un anzuelo y lo dejé. Y de mi padre heredé una escopeta Winchester americana; estuve cazando, pero duré dos años. La verdad es que mi única actividad ha sido la de sacar adelante a mi familia».

Esta es la vida de un hombre sencillo, orgulloso de su familia y del esfuerzo que le ha costado mantenerla a flote y unida. Una historia que ha acabado bien, como las películas que consiguen arrancarte una sonrisa al final, después de emocionarte durante dos horas; la gran diferencia con respecto al cine es que estamos sentados junto al director, guionista y actor principal, Rafael Jiménez. Sólo hay que saber leer bien los créditos.

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