José Olmo

José Olmo

«Siempre hemos trabajado en Granada, y siempre como Automáticos Olmo. Es un orgullo»

José Olmo es uno de los tres hermanos que actualmente dirigen Automáticos Olmo, empresa granadina del sector del juego. Nos recibe en las oficinas de su empresa, situadas en la céntrica Calle Ganivet. De camino hacia allí recuerdo las partidas que jugué en su salón recreativo (adyacente a las oficinas) cuando era adolescente, aquellos campeonatos que preparábamos durante toda la semana y que se materializaban el sábado por la tarde. Siempre que entraba recordaba las historias que contaba mi padre de aquellos salones, y eso me hacía -pero sobre todo me hace ahora- sentirme más mayor; estaba haciendo lo mismo que había hecho él treinta años antes en un lugar en el que el tiempo parecía haberse detenido, o eso me parecía a mí. Solo algunos videojuegos modernos me devolvían a los años 90, y no a los 60 en los que creía (o quería, ya no lo sé) estar.

Pasamos a su despacho, y comenzamos a hablar. La historia de Automáticos Olmo comienza en 1959, cuando el padre de José adquiere Billares Ganivet. Una vez se hace con la dinámica del sector de la época, compra algunos pinballs (o máquinas del millón, como son también conocidas), que explota en su salón primero, para dar el salto a la hostelería después. Nos situamos a inicio de los 60. Ya a finales de la década aparecen algunos videojuegos; a partir del 77, con la despenalización del juego, llegan las máquinas de dinero. Y así nos plantamos en 2015, 56 años después. Casi nada. Automáticos Olmo sigue funcionando en la actualidad. Han tocado todos los palos del negocio, sobre todo una vez vinculados los tres hermanos a la empresa: José se dedica a la parte de ventas, Ramón, a la operadora, y Rafael, a los salones.

hermanos Olmo

Por su parte, en el año 64 José Olmo suspende uno de los exámenes del PREU (curso preuniversitario, ya desaparecido; equivale, más o menos, al actual segundo de Bachillerato), y aunque luego aprueba por libre, decide comenzar a trabajar en la empresa familiar. Después del servicio militar obligatorio se dedica a tiempo completo a trabajar para su padre.

Tiene la capacidad, que siempre he admirado, de recordar fechas, cronologías de acontecimientos y nombres propios. En un momento de la charla, le pregunto si todas sus máquinas de los 60 eran de fabricación nacional: «Sí, las de los años 60, sí. Tuvimos incluso el primer pinball que se fabricó en España, en Zaragoza». Preguntamos si era un Petaco: «No, Petaco no fue la primera. Primero fue GMC, en Zaragoza, y luego Vázquez Hermanos en Alicante. Petaco y Maresa llegaron justo después, creo recordar», responde sin pestañear y con una sonrisa.

También conversamos sobre la fama negativa de los salones: «Pues no lo sé. En los 60 no había discotecas o televisión. Sobre todo en los días de lluvia, los recreativos eran la única opción de divertirse. Supongo que porque aquí venía todo el mundo, y era fácil ver a personas de todo tipo. Recuerdo haber visto jugar aquí hasta a Felipe González». Seguramente lleve razón, pero eso confirma la injusticia que constituye el trato que se le da al sector. Añade: «Para paliar esa fama se crean las asociaciones. La primera fue ANDEMAR, que tuvo más de 4.000 afiliados. Aquí tengo mi antiguo carnet, yo era el socio 33».

Por último, departimos sobre la evolución del negocio, y su mirada se dirige de nuevo hacia arriba en un gesto de nostalgia: «Antes casi no había competencia. De hecho, ni siquiera había técnicos; casi todos eran empleados de Telefónica, porque el sistema de las centralitas era idéntico al de las máquinas de millón, a base de relés. Ahora es todo mucho más profesional, y las tasas, altísimas; tanto, que han hecho inviables máquinas que antes eran rentables. El impuesto debería pagarse por recaudación, que es técnicamente posible, ya que las máquinas tienen un contador que no se puede modificar, pero la administración sigue negándose porque le es más cómodo. Antes el impuesto tampoco tenía en cuenta la recaudación, pero era mucho más bajo».

Apagamos la grabadora, aunque seguimos hablando mientras nos muestra las oficinas; curioso, le pregunto qué ha sido del hombre que trabaja en el salón donde jugábamos al billar y nos preparaba los bocadillos que le pedíamos para merendar: «Pues murió, se llamaba Fernando». Entonces yo también miro hacia arriba y comienzo a recordar.

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