Son las tres de la tarde de un día cualquiera en el casino Bahía del Puerto de Santa María, allá por el año 2000 ó 2001. Aún no hay mucha afluencia de público, por lo que no es difícil que una mujer hermosa, vestida con inusual estilo, acapare todas las miradas de los allí presentes. Se acerca a una de las mesas de ruleta, toma asiento y llama al camarero para que le sirva una copa. Al crupier, por su parte, le pide cambio. Cien mil pesetas (seiscientos euros) en fichas de doscientas para ser exactos.
El crupier, desconcertado, hace lo que le piden. La mujer comienza a beber su copa con lentitud y la mirada perdida, por lo que el empleado le informa:
–Señora, no tengo obligación de lanzar la bola si no hay apuestas en el tapete. Si lo desea, por cortesía, puedo hacer una jugada.
Ella deja caer entonces una ficha sobre el negro sin mediar palabra. Y gana. Y luego al rojo. Y pierde. Y así pasan los minutos, incluso las horas. Pasado el tiempo, el trabajador, aprovechando que no hay más clientes en la mesa, le interpela (“cometo la osadía”, utiliza en concreto nuestro confidente que, como habrán supuesto, es el propio crupier):
–Me va a disculpar pero, ¿va a apostar cien mil pesetas de doscientas en doscientas? Es la primera vez que veo algo así.
–No -contesta ella-, a las cinco de la tarde en punto apostaré a un número, ganaré, y nunca me volverán a ver.
Él, extrañado y divertido a partes iguales, continúa con su trabajo, aunque la situación no tarda en convertirse en un tema de conversación recurrente entre el personal de la sala. Así, entre sonrisas, miradas cómplices y charlas en voz baja, llegamos a las cinco menos cinco de la tarde.
–Ya son casi las cinco, señora-, anuncia el crupier.
-A las cinco en punto haré la apuesta-, contesta ella.
Tras un par de jugadas, el encargado de lanzar la bola decide permitirse una última chanza:
– Las cinco de la tarde en punto, señora.
– Lance la bola y haré la apuesta.
Y así lo hace: la mujer realiza todas las apuestas posibles sobre el número 20; juega cada una de las ochenta mil pesetas que aún obran en su poder. Y ya lo habrán adivinado, pero lo cierto es que la bola, al caer, señala el número 20. Se forma un gran revuelo, acude el subdirector, el jefe de mesa y hasta la sección de seguridad revisa los vídeos. Es lógico, pues la misteriosa mujer acaba de ganar un millón ochocientas mil pesetas, unos once mil ochocientos euros actuales; incluso un cajero ha de desplazarse a la mesa para ayudar a la dama a recoger las ganancias y transportarlas hasta la ventanilla donde harán efectivo el cambio de las fichas por un cheque bancario. Algunos de los empleados verifican incluso la propia mesa porque no dan crédito a lo que acaba de ocurrir. Por su parte, la mujer abandona el casino. Por supuesto, comprueban su identidad. Y sí, es la primera vez, pero también la última, que aparece una entrada registrada con ese nombre en la recepción del casino Bahía del Puerto de Santa María.
Las historia es real. Las explicaciones, tan variadas como numerosas, son meras hipótesis. La lógica nos hace pensar que se trata de una casualidad, un golpe de suerte extraordinario. Hay personas a las que les ha tocado la Primitiva, y las posibilidades de que eso suceda son mucho más remotas. Pero nada explica el comportamiento cuanto menos excéntrico de la afortunada misteriosa. Hemos escuchado tesis de todo tipo, pero nuestra favorita es la del propio crupier que lanzó la bola esa tarde: «Tuvo que venir del futuro. No tiene otra explicación, es una viajera del tiempo». No es la más verosímil, de acuerdo, pero sí la más estimulante.