Manuel Merino

«Jamás he tenido problema alguno con los papeles de las máquinas»

Manuel Merino (Tetuán, 1941) es empresario del juego, de los de toda la vida. Habla de las máquinas con una pasión contagiosa, inédita entre los empresarios más jóvenes. No porque ahora haya menos vocación, que no lo sé, sino porque, a la fuerza, la profesionalización quita encanto a cualquier actividad. Es el precio del desarrollo, de la riqueza. Recuerdo que hace algunos años leí un libro llamado Los Papalagi, una suerte de compendio de discursos del jefe de una tribu samoana tras un viaje a Europa. En uno de los pasajes, habla sorprendido cómo el trabajo en occidente está especializado. No entiende que en la construcción de una casa estén implicados más de 20 disciplinas profesionales diferentes porque al final no se sabe quién ha hecho la obra. No puedo evitar acordarme del líder samoano cuando hablo con Manuel Merino, un hombre acostumbrado a «meter la cabeza debajo de una máquina y fumarse un paquete de tabaco mientras encuentra una avería. Echabas medio día y al final era un cable pelado que hacía contacto con alguna parte metálica». Hablando con franqueza, entiendo el desencanto con las máquinas actuales.

 El caso es que Manuel empieza, como tantos otros empresarios -artesanos- del juego trabajando en teléfonos, concretamente en la Compañía Torres Quevedo de Tetuán. Ginés Solano le ofreció limpiar máquinas en Ceuta por 200 pesetas al mes -sí, recuerda el salario; no sólo ése, también el de otros trabajos que rechazó a comienzos de los años 60-. Así es como entró en contacto con el mundo del juego.

 En 1962 Torres Quevedo lo destina en Marconi, Madrid, pero la vida allí es demasiado cara para el salario que percibe, por lo que decide regresar a Marruecos. Allí se dedica ya sólo a la reparación y mantenimiento de las máquinas. Cuando Ginés Solano se traslada a Sevilla, Manuel Merino lo acompaña y se establece definitivamente en la capital hispalense: «Eran pocos los que tocaban las máquinas, así que prácticamente no tenía competencia. Había un francés, los hermanos Gavira, Teodoro Sanz… No éramos muchos los que conocíamos el tema dentro del gremio».

Entusiasta confeso de las máquinas tipo A y la electrónica («esto es un veneno que se lleva en la sangre»), en el 79 se embarca con los bingos: «Tuve 80 bingos a porcentaje. Me los ofreció una empresa belga que tenía 6 000 bingos en España. Me conocían a través de Solano. Yo las modifiqué para que las máquinas trabajasen con billetes. Así fue como yo empecé por mi cuenta. Fue un pelotazo que duró un año y medio». Hace dinero, sí, pero para él el negocio pierde toda la gracia. De hecho, considera que es en esta época «cuando llegaron muchos empresarios que no lo eran de verdad. No conocían el negocio, no les gustaba, llegaron al olor del dinero. Esos fueron los primeros en desaparecer». Y añade: «A mí me gustan los electroimanes y los relés. Pero había gente que sólo sabía abrir la máquina para ver la recaudación del cajón. Además, con las máquinas tipo A se podía vivir bien; en el año 65 ganaba 10.500 pesetas. Eso sí, sabía cuándo empezaba a trabajar, pero no cuándo terminaba. No se pagaban tampoco tantos impuestos». Ni había tantos servicios, agrego yo. Pero volvemos al tema de la entradilla, la profesionalización alcanza todos los ámbitos, incluida la administración.

De su trayectoria destaca la absoluta limpieza: «Siendo empresario, lo primero es pagar los salarios. Porque tú puedes coger de la caja, pero los empleados dependen del sueldo para vivir. Eso siempre debe ser lo primero. Luego los impuestos. Y después, al final, los beneficios. El juego, además, está muy controlado. Jamás, y cuando digo jamás, es jamás, he tenido problema alguno con los papeles de las máquinas; una vez vino una inspectora y me dijo que tenía una máquina duplicada. Fue un error del fabricante, y gracias a tenerlo todo en regla y la seguridad de hacer bien las cosas, no me costó trabajo demostrar dónde estaba el error». Es para estar orgulloso, qué duda cabe.

El futuro, como todos -más o menos-, lo ve negro: «No veo que esto vaya a mejorar; ya no es lo mismo que antes. Cada vez se juega menos, y los impuestos son más altos. Antes podías compensar una máquina con otra, pero ahora no dan ni para pagar los impuestos. Los mejores sitios están en un 20% de lo que daban. No te queda más remedio que quitar máquinas y vender. La bajada ha sido tremenda». Sin embargo, sigue luchando día a día para mantener a flote su legado, fruto de toda una vida de trabajo, que comenzó a forjarse allá por 1957. Casi nada. Ahora continúa el negocio su hijo Julián, con el que también hablamos, y cuya entrevista leeremos en el próximo número.

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